Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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100194
Legislatura: 1887-1888
Sesión: 23 de junio de 1888
Cámara: Senado
Discurso / Réplica: Réplica al Sr. Martínez Campos.
Número y páginas del Diario de Sesiones: 140, 2889-2894.
Tema: Crisis ministerial.

El Sr. Presidente del Consejo de Ministros (Sagasta): Claro es, Sres. Senadores, que yo no he de seguir en las excursiones que ha tenido por conveniente hacer esta tarde, respecto a algunos puntos importantes, como las reformas militares y el que acaba de tocar al terminar el discurso, el capitán general Sr. Martínez Campos, porque no es ésta la misión que en este momento me incumbe, y porque además tengo prisa en tratar el asunto principal, sin distraer vuestra atención y la mía con otros, por importantes y oportunos que sean en boca del capitán general Sr. Martínez Campos. Pero ante todo, debo agradecer a S.S. la justicia que me ha hecho y la participación que me reconoce en la calma actual de las pasiones, confesando que la política que he alcanzado la honra de desenvolver, ha podido contribuir a calmar las pasiones en este país, tan acostumbrado a esa conducta febril, a ese cambio frecuente de nuestros Ministerios y de la política, que nos habían legado nuestras guerras civiles y otra larga serie de desdichas que todos lamentamos. Mas debo advertir al capitán general Sr. Martínez Campos, que precisamente porque ése es mi sistema, el de querer siempre calmar las pasiones, es por lo que me niega ahora una amistad cordial, que en otra ocasión me manifestó y que yo espero volverá a manifestarme, porque toda mi conducta se ha cifrado, única y exclusivamente, en ver cómo podía calmar las pasiones que se han exaltado, y cuya excitación pudiera perjudicar, no solo al partido liberal, sino a la tranquilidad en que el país se halla; exaltación a la cual solamente es debida la significación, la importancia y las interpretaciones que el capitán general Sr. Martínez Campos ha dado a la cuestión que nos ocupa y a la participación que yo haya podido tener en ella, como Presidente [2889] del Consejo de Ministros y como amigo de su señoría.

No tengo nada que decir con relación a los hechos que el señor general Martínez Campos ha puesto de manifiesto ante el Senado. Bastaría que los hubiera expuesto S.S., y además están comprobados por los documentos oficiales, pero yo tengo que interpretarlos de distinta manera que el señor general Martínez Campos, porque no me veo en la exaltación en que está S.S., ni me encuentro en la situación en que se halla y se ha encontrado en este asunto el señor general Martínez Campos.

Es cierto que el Sr. Ministro de la Guerra recibió en Barcelona el despacho telegráfico del capitán general de Castilla la Nueva, en que éste le presentaba la cuestión de una manera distinta de la que después se ha planteado aquí, y el Sr. Ministro de la Guerra la resolvió tal y como se le planteaba. El Ministro de la Guerra recibió en Barcelona, estando yo ausente (porque a causa del estado de su salud no pudo aquél acompañar a S. M.) recibió, digo, el primer parte telegráfico, origen de la cuestión, que le dirigió el capitán general de Castilla la Nueva, en el que venía a decirle poco más o menos (porque yo no traigo documentos ni armas de ninguna clase, pues no vengo a combatir, ni siquiera a defenderme) lo siguiente: ?la Infanta Isabel se va, y yo no puedo tomar el santo y orden de la Infanta Eulalia, porque está casada con un comandante del ejército?. Si no son éstas las palabras literales del telegrama, éste es su sentido.

El Ministro de la Guerra pudo resolver por sí, porque era esto una función de su especial competencia, la contestación que había de dar al capitán general de Castilla la Nueva; pero el Ministro de la Guerra, según me dijo después, cuando yo llegué de Montserrat, además de haber consultado con algunas personas que podían estar enteradas del asunto, vino a verme y a enseñarme el telegrama que había recibido del capitán general de Castilla la Nueva, y yo, al escuchar su lectura, le pregunté lo que era natural: ?¿es que la Ordenanza previene algo respecto del estado civil de los Infantes, sobre la manera de dar el santo y orden?? Y el Ministro de la Guerra me contestó: ?no; he visto la Ordenanza, no dice absolutamente nada acerca de eso, y además, he consultado porque alguna vez han tenido que tomar el santo y orden de la Infanta?. Entonces repliqué: ?si el estado civil de la Infanta no tiene nada que ver con el derecho o privilegio que los Infantes pueden poseer para dar el santo y orden; si además, en este caso concreto, aun cuando la Infanta Eulalia está casado con un comandante (que, después de todo, es también Infante), esto no le puede quitar el derecho, si lo tiene, y la Ordenanza se lo reconoce como Infanta, porque es Infanta por sí, no por su marido; como creo que esto podría ocasionar algún antagonismo aparente dentro de los individuos de la Familia Real, conteste Vd. (le dije lleno de buena fe) al capitán general de Castilla la Nueva, diciéndole que, en efecto, ni los precedentes, ni la Ordenanza autorizan un cambio repentino como éste, y que lo que conviene es que en estos momentos no se susciten dificultades a S. M. la Reina, para perturbar la satisfacción que está experimentando por el éxito feliz de su viaje?.

El Ministro de la Guerra se retiró y redactó el telegrama en los términos que han oído los Sres. Senadores. Yo le vi al día siguiente, cuando había sido ya transmitido, y declaro que cuando oí su lectura, como dije el otro día, no me chocó nada, ni hallé en él dureza, ni creí que envolvía desaire alguno al capitán general de Castilla la Nueva, pues si lo hubiera observado se lo habría hecho advertir al Ministro de la Guerra.

Yo no estoy enterado de las fórmulas que emplean los militares en los telegramas, pero, francamente, no me parece que había en el redactado por el señor Ministro de la Guerra lo que después supe que ha ofendido al capitán general de Castilla la Nueva. Lo que había, lo que yo vi y entendí era una explicación que el Ministro de la Guerra daba al capitán general para decirle: ?que sigan las cosas como hasta aquí?.

No podía yo creer que aquello trajera dificultad alguna, especialmente entre el capitán general de Castilla la Nueva y el Ministro de la Guerra, porque después de todo, con la palabra despojo, que tanto ha ofendido al capitán general de Castilla la Nueva, no se le agravia, puesto que no se le atribuye a él el despojo; no se le llama despojador; lo que se ve bien claro y evidente, es que en vez de la palabra despojar, o de la acepción en que se toma, debe leerse otra que fácilmente se adivina: la palabra privar, que es el verdadero significado de aquélla en este caso; pero, señores, ésta no es cuestión de lenguaje, no; aquí no hay que ver más que la intención, y la bondad de ésta resulta evidente.

Dice el Sr. Ministro de la Guerra al contestar al capitán general de Castilla la Nueva: ?no parece que exista disposición alguna que autorice a despojar a la Infanta Eulalia de tales o cuales derechos?. Y como se ve, el despojo no se le atribuye al general Martínez Campos (pues en todo caso sería un acto del Gobierno, y esto no es admisible tampoco), porque se dice: ?no hay disposición alguna que autorice para que pueda privarse a la Infanta Eulalia del derecho que le asiste?. De manera, Sres. Senadores, que si en vez de la palabra despojar, se hubiera puesto privar, según declaración del mismo capitán general de Castilla la Nueva, no hubiera pasado nada.

Pues yo declaro que si la palabra no está en el texto del telegrama, todo el que vea ese documento debe suponerla escrita, porque es imposible, dada la significación que la Academia concede a la palabra despojo, se hubiera puesto en el telegrama en otro sentido que el que yo indico. Despojar, en otra acepción, impropia cuando se trata del cumplimiento de la ley, es privar a uno con violencia de alguna cosa, y aquí no podía haber violencia, pues no hay ni puede haber disposición legal ninguna que autorice despojos de esa clase. Es evidente, pues, que lo que el telegrama dice no es esto, y es, sobre todo, evidente que en ningún caso se dirige esta palabra al capitán general de Castilla la Nueva. Por eso, repito, que a mí no me chocó nada en el parte, ni por su forma ni por su fondo, y menos podía chocarme dadas las relaciones que creía existían entre el Ministro de la Guerra y el capitán general de Castilla la Nueva de entonces, pues me figuraba que dada la amistad que entre ellos había, eran muy fáciles las explicaciones.

En último resultado, si el general Martínez Campos se creía lastimado por la palabra, despojo, dadas esas buenas relaciones de amistad, la misma falta que atribuye S.S. al general Cassola, puede atribuírsela a sí mismo, porque es evidente que el general Cassola [2890] ha hecho las protestas más vivas y enérgicas de que no fue nunca su ánimo ofender en lo más mínimo a la primera autoridad militar de Madrid, y que aquella palabra estaba empleada en el sentido de privar, y supuestas las buenas relaciones personales, políticas y militares entre SS. SS., ha cometido S.S. la falta que atribuía al general Cassola. ¿No dice S.S. que todo se hubiera arreglado si el general Cassola le hubiese llamado al telégrafo para pedirle explicaciones? Pues como el primer telegrama de S.S. no ofendió al Sr. Cassola, claro es que éste no tenía que pedir explicaciones. El que parece que ofendió a S.S. fue el del general Cassola. ¿Pues por qué no celebró S.S. con él una conferencia telegráfica y todo se hubiera concluido?

Lejos de esto, S.S. creyéndose lastimado, contestó en otro telegrama, del cual me dio conocimiento el general Cassola antes de responder, y entonces vi que la cuestión estaba planteada en otros términos, que ya no se trataba de tomar o no el santo y orden de la Infanta Doña Eulalia porque estuviera casada, sino porque se afirmaba que los capitanes generales no debían tomarlo de los Infantes sino del Rey, Reina y Príncipe de Asturias; y así surgió una cuestión de derecho bastante difícil. Examiné la Ordenanza de declaro, que lo que se desprende de su espíritu y de su letra, es que ni los tenientes ni los capitanes generales deben tomar el santo y orden de los Infantes. (El Sr. Martínez Campos: Ni oficial ninguno). Pero también declaro que no hay ninguna excepción para los capitanes generales de ejército, por lo cual, si los tenientes generales tuvieran esa obligación, la tendrían igualmente los capitanes generales cuando mandan distrito.

Yo no he encontrado ninguna excepción; si alguien la ha hallado, me alegraría que la leyera. O los tenientes generales no deben tomar el santo de los Infantes como capitanes generales de distrito, en cuyo caso claro es que menos lo deben tomar los capitanes generales de ejército, o si lo deben tomar los tenientes generales como capitanes generales de distrito, deben tomarlo igualmente los capitanes generales de ejército cuando manden un distrito. Yo vi enseguida la dificultad; la dificultad consistía en hacer desaparecer precedentes que arrancaban de muy antiguo, porque los tenientes generales capitanes generales de distrito, venían tomando el santo y orden de los Infantes desde hace mucho tiempo, no solo en Sevilla, sino en Madrid, en la Granja y en todas partes donde quiera que ha habido Infantes y ejército, y han estado ausentes el Rey, la Reina y el Príncipe de Asturias. Esta cuestión era sumamente delicada por la materia sobre que versa, por el momento en que se presentaba y por las personas en el asunto interesadas, por lo cual yo me propuse calmar y conciliar los ánimos, y dije al Ministro de la Guerra que no contestara a aquel parte, que yo contestaría particularmente. Se marchó el Ministro de la Guerra, y en el acto, no teniendo yo cifra con S.S. y teniéndola con los Ministros, dirigí un telegrama cifrado al Sr. Ministro de Gracia y Justicia, en el que venía a decirle que rogase a S.S. que se calmara y que no tomase resolución alguna, pues cuando regresáramos a Madrid resolveríamos lo más conveniente a los intereses del país.

¿Pues no veía S.S. en eso la explicación que deseaba? El parte telegráfico creo que llegó a Madrid por la mañana, y la noche anterior había salido el Ministro de Gracia y Justicia para Valencia, por un error, porque ignoraba que por la enfermedad de las Infantas había sido preciso detener el viaje de S. M., con lo cual contaba, y por esto, creyendo que el Ministro de Gracia y Justicia sabía también lo ocurrido, supuse que habría detenido por su parte su viaje; pero no fue así. En el momento en que se me avisó de Madrid que el despacho telegráfico no había llegado a manos del Sr. Ministro de Gracia y Justicia para que se lo entregara al Sr. Martínez Campos, escribí una carta particular a S.S. en la que, como amigo, le venía a pedir lo mismo que en el parte, diciéndole: ?no vale la pena la cuestión que ha surgido; cuando vayamos a Madrid, la estudiaremos y procuraremos resolverla salvando la dignidad de todos; por consiguiente, tenga Vd. calma y espere, que allá iremos; no hay prisa ninguna en que deje Vd. la Capitanía general, que todos deseamos que conserve?.

¿Se puede dar mayos satisfacción? Pero hay más todavía; el Ministro de Fomento tenía interés legítimo en seguir acompañando a S. M. a Valencia, además de que como tal Ministro parece que se halla en el deber de acompañarla en sus viajes. Pues a pesar de esto, yo le hice venir a Madrid para que diera todas las satisfacciones que creyese convenientes al general Martínez Campos, a fin de resolver la cuestión del mejor modo posible. ¿No ve S.S. en esto todas las explicaciones que cree que no se le han dado?

En efecto, después de lo que acabo de referir, ya no me volví a acordar más del asunto; no había para qué estando prevenido el peligro, y en esta situación llegamos a Madrid.

En el deseo de conciliar yo las cosas, y de evitar antagonismos entre las personas queridas; en el deseo de evitar un choque entre la alta personalidad política y militar del Sr. Martínez Campos, cuyos merecimientos, lejos de desconocer me complazco mucho en aplaudir, porque en eso no le hago más que justicia, como soldado esforzado que tantos y tan grandes beneficios ha prestado a la Patria en las últimas guerras civiles de aquí y de allá, y que por sus merecimientos, por sus servicios relevantes, por la significación que tiene dentro del partido liberal, por la importancia que tiene en el país, había yo de procurar por todos los medios posibles que continuara en la Capitanía general de Castilla la Nueva, en la cual se le veía con mucho gusto, así como con mucho sentimiento le he visto salir de ella, y he hecho todo lo posible para que no saliera, y para que continuase a nuestro lado y dentro del partido liberal; en el deseo, repito, de evitar un choque entre S.S. y el Ministro de la Guerra, que aunque teniente general era jefe del ejército como tal Ministro, tuve que hacer los mayores esfuerzos imaginables para ver de conciliar a los que habían sido amigos, y creía yo que no tenían motivos de ninguna clase para dejar de serlo. A eso he dirigido todos mis trabajos.

¿Por qué no he conseguido ese resultado? No lo diré, pero de la relación que haga se desprenderá fácilmente.

Algunas personas, amigas de S.S. y amigas mías, y además interesados en el resultado más favorable del asunto, me hablaron del medio que podría adoptarse para que la cuestión se resolviera bien, porque ya se había complicado un poco con la dimisión presentada por S.S. por escrito, reiterando la dimisión telegráfica. Yo no quería admitirla sin que la cuestión [2891] de derecho se resolviera, porque había, como he dicho otras veces, dos cuestiones: una de derecho y otra de hecho. Pues bien; yo quise que se resolviera primero la cuestión de derecho, en la cual había dudas, y sobre la que creía yo, al menos en lo que a las Ordenanzas militares se refiere, que no estaban suficientemente claras, según los preceptos que había establecidos; pero como yo no era autoridad para resolver eso, creía y creyó todo el Gobierno, que debía pasar el asunto a los Cuerpos consultivos, no solo para evitar en adelante el conflicto ya ocurrido, sino por lo que dijo claramente aquí el Ministro de la Guerra: ?yo, según mi leal saber y entender, en el telegrama a que el capitán general de Castilla la Nueva se ha referido, he expresado el concepto que estimo cierto, porque tengo la convicción de ese concepto. Podré estar equivocado; por eso va a pasar el asunto a los Cuerpos consultivos, y si éstos creen que me he equivocado, ya sé lo que tengo que hacer?.

Además, habiéndose de pasar el asunto a los Cuerpos consultivos, porque persona amiga del Sr. Martínez Campos me había indicado que le satisfacía esa solución, que conseguí después de los esfuerzos que no quiero recordar, me parece que S.S. debía haber quedado tranquilo. Pero supone S.S. que le dije en Palacio una cosa que no le pude decir, y que afirma porque S.S. sin duda me comprendió mal. (El señor Martínez Campos: Es lo que ha afirmado el mismo ex Ministro de la Guerra). Pues yo digo a S.S. que el ex Ministro de la Guerra dijo aquí que, si en efecto, los Cuerpos consultivos no le daban la razón, ya sabía qué hacer, y lo dijo terminantemente delante de S.S. Me dice aquí que S.S. se había marchado ya. Claro está que si se marchó no pudo oírlo, pero lo ha podido leer.

Además, voy a recordar a S.S. los hechos. Yo salía de despachar con S. M. la Reina y me encontré a S.S. en la galería de Palacio. Después de saludarnos con el afecto con que siempre nos hemos tratado, S.S. me preguntó, en tono que a mí no me satisfizo, porque a mí me gusta el tono agradable en los amigos: ?¿Es cierto lo que dice un periódico?? Yo le contesté a S.S.: ?No lo sé, pues, no he tenido tiempo de leer los periódicos esta mañana, porque me he acostado a las tres de la madrugada?. Y le añadí después: ?Si es noticia de ese periódico que me ha indicado Vd., de seguro que no es verdad, y que únicamente dirá todo lo que pueda perjudicar al Gobierno?. ?¿Qué resolución se ha tomado en Consejo de Ministros?? ?La que indicaron los señores que en este punto me han aconsejado, en la idea de que a Vd. le puede ser agradable: que pase el asunto a los Cuerpos consultivos, y que quede la cuestión de hecho para cuando la de derecho sea resuelta?. Su señoría me dijo entonces: ?Pues yo venía a pedirle a Vd. que el Ministerio de la Guerra me autorice para entregar la Capitanía general, porque quiero quedarme en libertad de hablar?. Yo le contesté: ?Con este paso que acaba de dar ya tiene Vd. libertada para decir cuanto tenga por conveniente; pero a mí me parece que lo mejor es que no hablemos ni Vd. ni yo, porque si la cuestión de derecho está ya a informe de los Cuerpos consultivos y si la de hecho no se ha de resolver hasta que la de derecho quede resuelta, no hay para qué precipitarla?. Su señoría insistió, se despidió de mí, vino muy mal impresionado al Senado, se me hicieron unas preguntas, a las cuales contesté como tuve por conveniente, y al parecer con tan buena fortuna, que S.S. no tuvo nada que oponer, a pesar de estar ya autorizado por mía para decir cuanto tuviera por conveniente, porque desde aquel momento, en el concepto mío, no era ya capitán general de Castilla la Nueva.

Aquí se ve, pues, como yo iba haciendo una labor constante a favor de la conciliación, y que todos mis trabajos eran otras tantas satisfacciones que se daban al capitán general de Castilla la Nueva. Cuando yo creí conseguido mi objetivo, cuando se vieron defraudadas las esperanzas de los adversarios, que vinieron muy contentos y muy ufanos a la sesión del Senado, pensando que nos íbamos a destrozar el señor general Martínez Campos y yo; cuando yo estaba llenos de satisfacción por el espectáculo que habíamos evitado y por este desengaño que habíamos dado a los mal intencionados, recibí una carta de S.S. diciéndome y aun acusándome de que no se le hubiera autorizado para entregar el mando al segundo cabo; cata que ha leído S.S., carta a cuyo tono no estaba yo acostumbrado de parte de S.S., porque en ella me da un título y me trata de una manera como no se trata a los amigos y como no nos habíamos tratado hasta entonces. En ella me conmina para que si al día siguiente a las doce o a la una, no recuerdo bien, no ha sido autorizado para resignar el mando, lo entregará aunque no tenga esa autorización. En estas circunstancias, ¡qué había ya de hacer el Gobierno! Pues todavía trabajó para ver si había medio hábil de llegar a un acuerdo, dejando la dimisión para después que se hubiera tratado la cuestión de derecho; pero entonces vimos todos los precedentes y comprendimos que era un mal ejemplo el que un capitán general de Castilla la Nueva entregara el mando al segundo cabo, que es el jefe de inmediato, como no fuera por enfermedad o por ausencia; porque hubiera sido ridículo que el capitán general hubiera hecho eso para venir después al Senado a combatir al Gobierno, para ir al Congreso y para andar por las calles de Madrid; y entonces, para dar satisfacción al general Martínez Campos, a fin de que pudiera entregar el mando antes de las doce o la una, como me prevenía, no tuve más remedio que precipitar una resolución que yo quería aplazar.

Mandé reunir el Consejo de Ministros y éste acordó lo que todo el mundo sabe, la crisis. Forzado a admitir la dimisión del general Martínez Campos, sobrevino la crisis y ha sobrevenido también un cambio ministerial.

¿Qué más he podido yo hacer para satisfacer a S.S.? ¿Qué más podía yo hacer que no haya hecho? ¿Qué más se ha podido hacer por nadie? Sí, es verdad; se ha podido hacer más; se ha podido hacer, con respecto a este asunto, que se presentó como un grado de arena y que ha terminado como una montaña, lo que se hizo con cosa más chica: S.S. mismo acaba de decir que en una ocasión, a las dos de la madrugada, tuvo que hablar con el Ministro de la Guerra para evitar una diferencia que había en las órdenes dadas por él y por S.S. Pues si el señor general Martínez Campos hace lo mismo estando el Ministro en Barcelona ocupado en acompañar a S. M., sin tiempo para nada, se habría acabado todo.

Yo quiero que me diga el señor general Martínez Campos en qué acto ha visto desatención por mi parte, en qué palabra, en qué acción mía ha visto eso, ni [2892] ahora con motivo de esta cuestión, ni antes de esta cuestión malhadada, que ha surgido bien a mi pesar. Aun en lo mismo en que cree S.S. que ha quedado indefenso en el Congreso, ¿qué iba yo a hacer? Lea mi discurso y verá en su espíritu lo que digo de S.S. ¿Qué había yo de hacer, si el día anterior supe, con honda pena, sin que haya salido de mi corazón y sin que sobre ello haya dicho una sola palabra a nadie y sin dirigir a S.S. cargo alguno, que S.S. había entregado su defensa y los documentos para hacerla, a un adversario mío que tenía pedida la palabra? (El Sr. Martínez Campos: A un amigo particular). Estoy conforme; pero eso me lastimó por que dije: ?el general Martínez Campos cree que sus amigos no le van a defender?. Y eso me lastimó, pero éste es un sentimiento que me lo he guardado, no he combatido a S.S. por esto, y no he dicho a nadie nada. Claro está que tenía ese derecho S.S.; pero cuando se trata de una migo particular que era adversario del Gobierno y había pedido la palabra para combatirle, comprenderá S.S. que me privaba del gusto de defenderle en las cosas en que hubiera podido hacerlo.

Su señoría tiene una preocupación completamente infundada. Su señoría cree que ha procedido del modo que lo ha hecho, porque están en litigio su honra y su significación militar. ¿Cómo ni por quién pueden estar en litigio? Tiene S.S. su honra muy alta y muy alta su significación militar para que estén puestas en litigio por nadie; pero en este asunto, ¿dónde está el peligro de la honra y de la significación militar de S.S.? Todo lo funda en el parte telegráfico del Sr. Ministro de la Guerra. Yo declaro que si S.S. no hubiera estado en este punto tan apasionado y desconfiado hasta de mí mismo, aunque yo no le he dado ni le daré motivo jamás para que desconfíe, no solo hubiera recibido de mí todas las explicaciones debidas, sino que hubiera recibido hasta las indebidas. Pero es que S.S. nos ha cerrado la puerta para todo, y hasta cree que ese parte telegráfico se había puesto con intención para hacer tropezar a S.S. y echarle de la Capitanía general de Madrid, cuando precisamente es lo contrario, porque todos los afanes y trabajos del Gobierno han sido para que S.S. continuara en su puesto. Mi primer acto en Barcelona, primero con el telegrama al Sr. Alonso Martínez, después con mi carta y luego con el aplazamiento de aquí, todo contribuía a que S.S. permaneciese en la Capitanía general de Madrid. ¿Cómo, pues, cabe suponer eso que S.S. ha dicho de mí ni del Ministerio que tuve la honra de presidir, ni siquiera del general Cassola, al cual he oído las protestas más vivas y más eficaces de sus deseos de que S.S. continuara en la Capitanía general de Castilla la Nueva y de que ese obstáculo que se había levantado entre los dos desapareciera? Yo me acuerdo de que tratando de conciliarlos, hablando con el general Cassola, éste me dijo, con razón o sin ella, porque en estas cuestiones militares de disciplina y de Ordenanza no soy yo autoridad, que creía que la dimisión que S.S. ha hecho no la podía hacer, y añadió: ?yo no tengo inconveniente en dar toda clase de explicaciones, pero a condición, no de que retire la dimisión, sino de que la sostenga, pero que la haga en los términos que la Ordenanza previene y la disciplina exige, más que a nadie al general Martínez Campos, porque es precisamente capitán general del ejército?. ¿Dónde están, pues, las dificultades por parte del señor general Cassola para que S.S. continuara en su puesto? Al contrario, lo que se veía era su vehemente deseo de que esta cuestión concluyera y que S.S. pudiese continuar en su cargo.

Peo S.S. presume que el Gobierno quería hacer con S.S. lo mismo que con el seño general Primo de Rivera, y con este pensamiento ha dirigido ataques al Sr. Ministro de la Guerra y al Gobierno de entonces. Su señoría me permitirá que le diga que lo que en aquel tiempo ocurrió, no podía menos de pasar, a no ser que la autoridad del Ministro de la Guerra hubiera quedado por los suelos, lo cual no puede ocurrir ni por el general Primo de Rivera ni por ningún otro general, porque ante todo está el Gobierno. El general Primo de Rivera tuvo una disidencia, como director de Infantería, con el Sr. Ministro de la Guerra; presentó aquél la dimisión, y el general Cassola se resistía a admitirla; pero un día vino aquí el señor general Primo de Rivera, atacó al Ministro de la Guerra, y dijo: ?no me quiere admitir la dimisión, sin duda porque no le ataque?. ¿Qué había de hacer el Sr. Ministro de la Guerra sino decir: ?por mi parte queda desde ahora admitida para que hable S.S.; desde ahora, para mí, deja de ser director, que después yo consultaré al Gobierno para que éste lo proponga a S. M.?? ¿Cabe hacer otra cosa?

Su señoría mismo ha declarado que el Gobierno no podía menos de admitir la dimisión a aquel director general y él mismo vino aquí a que se le admitiera en el Parlamento, como en el Parlamento puede hacerse eso. Claro está que tenía que reunirse el Consejo de Ministros, como se reunió, pero el Ministro de la Guerra, para dejar en libertad al general Primo de Rivera para que le atacara, no tuvo más remedio que hacer lo que hizo.

Su señoría me ha combatido porque he declarado bandera del partido liberal las reformas militares. Ya sé que no están en el programa del partido; lo he dicho yo antes de ahora. Pero he afirmado que la necesidad de las reformas militares era ya tan general, que el partido las hacía suyas desde ahora, las mantiene y las coloca en su bandera. ¿Qué reformas militares? Ya lo ha dicho el Gobierno; el Sr. Martínez Campos y yo hemos hablado muchas veces de ello; las reformas militares, que es posible plantear con espíritu amplísimo de transacción, procurando atender a toda reclamación justa con aquel espíritu que da a las reformas el carácter universal que ha menester labor que no ha de ser un solo partido, sino obra nacional. En este concepto se han admitido transacciones, se ha tratado con los jefes de todos los partidos y se quiere, en una palabra, que se realicen pronto, pero que se hagan con el espíritu y la prudencia que he indicado en bien del país y del ejército.

Y si he declaro que de esta manera son bandera del partido liberal, ha sido porque hoy, por lo visto, tienen todos los partidos como bandera la necesidad de esas reformas. Su señoría mismo ha dicho que era necesario hacerlas, y que aun en las presentadas por el señor general Cassola, hay mucho de bueno que debe aprovecharse, que debe hacerse y que lo demás conviene dejarlo, modificarlo o variarlo, según convenga más a los intereses del ejército y del país.

Tampoco estuvo S.S. acertado cuando dijo que yo había atribuido su dimisión a una cuestión de etiqueta. No dije eso. Expuse lo mismo que ha dicho S.S., aunque con distintas palabras; S.S. lo oyó; y si [2893] no hubiera dicho eso, si hubiese expresado lo que S.S. supone, creo que, tan vehemente y tan nervioso como es, no lo hubiera dejado pasar sin contestación, y cuando se calló, prueba de que no pudo oír lo que según S.S. dije, porque no se oyen con facilidad ciertas cosas en silencio. Lo afirmé al empezar mi contestación al Sr. Bosch, y después, a consecuencia de una interrupción, no sé si del S.S., añadí:

?Que no ha sido promovida esta dimisión por la cuestión de etiqueta. Ya he dicho yo que aquí había dos cuestiones: una la cuestión de etiqueta, y otra relativa a los incidentes que aquélla ha promovido. Pero al fin y al cabo, esos incidentes han surgido de la cuestión principal, o lo que es lo mismo de la cuestión de etiqueta; y dentro de esos incidentes está el que ha originado la dimisión del capitán general Sr. Martínez Campos. De ahí la división que yo hacía entre la cuestión de hecho y la cuestión de derecho; y como ambas están tan enlazadas, y las personas que en ellas figuran merecen y deben merecer de todos tanta consideración y respeto, el Gobierno no quiere resolver sin oír a los Cuerpos consultivos, proponiéndose así guardar a dichas personas las consideraciones a que son acreedoras, o por la altísima posición que ocupan, o por los servicios que han prestado?.

De manera, que resulta que las tres quejas que S.S. tiene de mí, son completamente infundadas, infundada la queja de que no le haya dado explicación alguna respecto del primer telegrama del Ministro de la Guerra, porque se las di apenas supe que a S.S. le había molestado, primero en un despacho telegráfico, después por una carta y más tarde encargando a un compañero mío que se las diera en mi nombre. Segunda queja: que el Consejo de Ministros tomó un acuerdo distinto de aquél que a S.S. se le había dicho. Tampoco es fundada, porque el Consejo de Ministros tomó el mismo acuerdo; absolutamente el mismo, que indicó la persona importante a que S.S. ha aludido. Tercera, que le hemos dejado indefenso en el Congreso. También carece de fundamento, porque en mi discurso no hay nada que sea desfavorable a S.S., y en todo caso, de esta queja tiene S.S. la culpa, porque nos creyó tan inhábiles defensores, que buscó otro fuera de nuestro campo, y buscó precisamente a un enemigo que nos iba a atacar. ¿Hasta dónde quiere S.S. que lleve yo, ya que había tanto de paciencia, la mía?

Su señoría habrá tenido mucha paciencia, pero yo le puedo asegurar que no excede a la mía ni en una línea siquiera, y no quiero decir que me parece que la mía excede en muchos metros a la de S.S. Esto está también en los temperamentos; yo tengo más calma; S.S. es más vehemente y más apasionado, y por eso ha acometido empresas que a mí no me hubiera sido dado acometer; pero en cambio, para estas cosas puedo yo tener más paciencia y más calma que S.S. En fin, sea de ello lo que quiera, a mí lo que me importa demostrar es que en mi conducta no he tenido más que un propósito: el de evitar un choque entre dos amigos queridos, que espero que lo han de seguir siendo, y además evitar que este choque entre dos personalidades importantes de nuestro partido, y sobre todo, importantes en la milicia, pudiera tener trascendencia en la organización, en la manera de ser y en el porvenir del partido liberal, y pudiera convertirse en motivo de pugna entre altas jerarquías de la milicia, la cual no puede cumplir su sagrado ministerio sino manteniéndose en absoluto separada de la candente arena de la política. Ése ha sido mi propósito. ¿Es que los medios que he empleado no han sido buenos, y le han desagradado al Sr. Martínez Campos? Lo siento, pero le puedo responder que la intención ha sido sana y recta. Si no han correspondido los resultados a mi deseo, yo no tengo la culpa, dejo que el país lo juzgue, y abrigo la seguridad más completa, aunque desde luego creo que no tengo responsabilidad alguna, de que el país no me la atribuye a mí; no quisiera que se lo atribuyera a nadie; pero al menos tendré la conciencia tranquila de que el país y la opinión pública no me la atribuyen. (Aprobación). [2894]



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